AMO LAS
IGLESIAS
Amo las
iglesias, especialmente sus campanarios. Tenía 11 años, cuando Tenchi y yo
subimos al campanario de la capilla que estaba en el internado de la Protectora
de Menores. Tenchi tenía 13, era lista y peleonera, yo la admiraba por eso.
Ella era mi mejor amiga, compartíamos en el recreo, comíamos juntas, jugábamos
juntas. El día que subimos al campanario era un miércoles. Llegamos temprano antes
de la misa a la capilla católica para escaparnos de la vigilancia del sargento
Cornejo, que nos tenía ojeriza. Tenchi iba adelante y me llevaba de la mano. Yo
tenía un poco de miedo de que nos vieran subir a ese lugar sagrado. Nos
sentamos bajo una hermosa campana de bronce. Hablábamos suave para no ser
escuchadas y nos reíamos de nuestra audacia. Inesperadamente Tenchi me abrazó
fuerte, yo comencé a reírme. Luego me besó en la boca y sentí como una
electricidad pero suave y mis labios temblaron. Me tocó los pechos que apenas
estaban apareciendo, yo sentía cosquillas. Me levantó la falda con delicadeza,
tocó mi pubis. Asustada la miré y ella sonrió. Después todos los miércoles,
cuando tocaban las campanas para ir a misa, mi cuerpo se alegraba. Desde
entonces amo las iglesias, especialmente sus campanarios.
GRUPO
DE TESIS
Formaron
el grupo de trabajo para la tesis. Eran tres, al principio. Pero en el
transcurso del tiempo quedaron los dos. Ella trabajando en el día y estudiando
en la noche. El estudiante a tiempo completo. Ella menudita y alegre. El serio,
grande y fortachón con unos ojos verdes intensos. Era el genio del grupo de
todos los graduandos, el más brillante. Si alguien tenía una duda, antes de
consultarle a algún maestro o maestra, le consultaba a él.
Trabajaban
hasta altas horas de la noche en la tesis. Hablaban de sus vidas, ella excombatiente
guerrillera, el de talante democrático. Presentaron su proyecto de tesis, que
fue aprobado. Para celebrar, ella preparó una cena de espaguetis con carne a la
boloñesa, ensalada griega y una botella de vino. Hablaban y escuchaban música.
El tocó su pie debajo de la mesa. Ella lo retrajo inmediatamente, azorada.
Continuaron hablando como si nada. Terminaron la cena. Y lavando los platos, el
rozó su brazo, ella no se inmutó. El se acercó por detrás a ella. Ella sintió
su mástil elevado. El la abrazó con fuerza. Ella se volteó y le dio un beso intenso
en los labios. El se agachó y la besó con pasión retenida. Ella no se negó. Y
terminaron haciéndose el amor en el sofá maltratado. El dijo: Tú eres mi primavera. Ella no halló que
decir, solo rio con alegría profunda y le dio un beso en la boca, le tomó las
manos y las colocó en su corazón que galopaba cual yegua desbocada. Los dos
hablaron hasta que el amanecer los adormeció con su frescor.
Tres
meses después, estaban elaborando el 3er. Capítulo de la tesis. El se sintió
mal, estaba pálido. Ella preguntó: Que te
pasa. El dijo: ya me va a pasar y se acostó en el sofá. Ella le llevó un
cojín y le preparó un té de manzanilla. El lo tomó y lo vomitó después
violentamente y cayó al suelo inconsciente. Ella se alarmó. Asustada llamó a su
amiga para pedirle que llegara pronto. Al verlo inconsciente, ella le aconsejó:
Llevémoslo al Hospital. Llegó
personal médico de urgencias y al ver la gravedad del cuadro, un médico ingresó
al paciente. Tres días pasó ella en el Hospital. Una médica se conmovió al
verla día y noche en el lugar, a veces leyendo a veces rezando. Ella le dijo: Es grave, es un aneurisma lo que tiene, es
congénito, posiblemente él los sabía.
Desolada
regresó del cementerio, junto a la madre de su amado había llorado como un bebé
atormentado.
Intentó
retomar su vida. Continuó su trabajo. La tesis esperaba. No tenía ánimos de
continuarla. Echaba a llorar, cada vez que abría el archivo en la computadora.
El verano llegó con sus corteses blancos, sus veraneras y campanillas
coloreando el campo. Ella sintió un leve mareo en su trabajo. Se sentó. La
menstruación no la había visitado por tres meses. Su sospecha se hizo certeza,
esperaba una criatura. Llamó a su amiga, le contó de su romance, de su dolor,
de sus recuerdos y de que estaba embarazada.
Ella le preguntó Y si es niño ¿Como se va a llamar?. Ella
respondió Marcos. ¿Y si es niña como le pondrás? ¿Lorena?.
No, le dijo se llamará Primavera.
MARINITA:
LA NIÑA POESEIDA
Viajaron
a Guatemala, una ciudad enorme, donde mamá y papá coincidieron en acudir para
librarla del maleficio. El chamán le escupía algo como alcohol en la cara, los
brazos y el cuerpo y con una rama de ruda, la azotaba suavemente para dejarla
limpia, la niña estaba poseída.
Todo
comenzó, cuando la abuela Leocadia enfermó gravemente y su dolencia la hizo
postrarse por meses en la cama. Para que las visitas estuvieran cómodas al
visitarla, el catre de la abuela lo trasladaron del cuarto, al centro del
pasillo interno de la casa rural. La cama estaba al pie de un mueble donde
estaban colocados San Judas, San Antonio, La virgen María y el niño Jesús, San
Alejo, Santa Lucía, San Cristóbal, Santa Agatha, San Malaquías, Jesús en el
huerto, todos acompañados de velas, todos invocados por sus poderes para curar
los ojos, para preservar al caminante, para el buen amor, para conseguir los
imposibles, en fin para alcanzar lo que los humanos con sus medios limitados no
podían conseguir.
Un día
por la mañana, todos los santos habían desaparecido del mueble y aparecido en
el suelo y todas las velas que les acompañaban habían sido apagadas. Los
ocupantes de la casa se extrañaron ante tan grave suceso, especularon si ese
hecho significaba un daño o algo contra la salud y la vida de Leocadia, la
enferma. Colocaron nuevamente los santos en sus lugares en el mueble y
encendieron las correspondientes velas. Al día siguiente por la mañana
nuevamente todos los santos estaban en el suelo y las velas habían sido
apagadas. Los familiares de Leocadia, se pusieron en estado de alerta, dijeron
que quien fuera que cometiera ese sacrilegio, ya fuera vivo o muerto debían
sorprenderlo con las manos en la masa, y esa noche no durmieron velando cada
movimiento que se produjera en aquel caserón.
Marinita
se levantó envuelta en su camisón blanco, caminó unos pasos, abrió la puerta de
su cuarto, caminó sobre el pasillo hasta llegar a la cama de la abuela
Leocadia, se plantó frente a ella y le tocó los pies, la vieja no se movió.
Luego se acercó al mueble que contenía el santoral y bajó uno a uno los santos,
apagó las velas y volvió a su cuarto, seguida por Micaela, su prima, que
atisbaba todos sus pasos, Marinita con sus diez años hacía todo esto dormida.
Al día
siguiente Micaela informó a todos, en la mesa del comedor, que Marinita era
quien bajaba los santos de sus lugares y los colocaba en el suelo y que apagaba
las velas. El revuelo fue grandísimo, solo un poseído podía hacer semejante
irreverencia, o querer causarle daño a Leocadia con esto, por esas razones a la
niña la encerraron en su cuarto. Cerraron sus ventanas con tablones de madera,
la pusieron en el centro de un círculo y rezaron el rosario. Llamaron al cura
de la parroquia para que le practicara un exorcismo, pero él se excusó,
pensando que tales cosas eran de viejas histéricas. Así Marinita pasó varios
meses acosada y hostilizada por su familia, apenas le daban de comer y
encerrada se preguntaba que había hecho para merecer semejante castigo.
Un día
Leopoldo, padre de Marinita, le dijo a Fulgencia su mujer, que había oído
hablar de que en Guatemala expulsaban demonios, curaban la lepra, la epilepsia,
los sofocos y el mal de amores. Así que como quería mucho a su hija, pensó que
un curandero acabaría con la posesión y se puso en marcha a la distante ciudad.
La
limpia terminó, el chamán cobró 200 quetzales, que Leopoldo no regateó. A la
salida del mercado compraron canillitas, caramelos hechos de leche y azúcar, y
se los dieron a Marinita. La niña los comió con muchas ganas y pensó que había
terminado su calvario, y así fue como la pesadilla terminó.
LAS
HIERBAS DE LA ABUELA
Mi
abuela cuando se había tomado su Regia me decía: -“Hay gente mala que no lo quiere a uno en
este pueblo”-. Yo era una niña y no entendía por qué a mi abuela, que era
linda, alegre y bondadosa con la gente, podía no quererla alguien. Abuela era
gruesa y fuerte de cabellera entre cana y una cara hermosa y siempre colorada.
–Haceme caballito abuela- le decía y mi abuela
me sentaba en su pierna cruzada y me balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Yo siempre le pedía más y más rápido y mi
abuela quedaba con la pierna entumecida
de balancearla hacia adelante y hacia atrás con el peso de una niña de cinco
años. Cuando crecí, abuela me dijo que yo iba a ser una mujercita, que entre
las piernas me saldría sangre, pero que no era por que estuviera enferma, sino
que el cuerpo se preparaba por si yo algún día quería ser mamá. A mí me dio
mucho susto y yo le dije que no quería ser una mujercita, que no quería ser
mamá, que siempre quería estar chiquita y que ella me hiciera caballito.
Abuela
tenía un cuarto lleno de flores secas, hierbas, semillas, cortezas de árbol, en
las que cada manojo tenía en un pedacito de cartón amarrado con una cuerda, el
nombre de la hierba , semilla o corteza de árbol y para que servía. Mucha gente
la visitaba para curarse enfermedades. Ella les recetaba yerbas, aguas y otros
mejunjes y les cobraba a veces y a veces no, dependiendo de cómo iba vestida la persona. A veces como pago le
llevaban gallinas, guajolotes, cabras, hasta ovejas. Por eso el patio de la
abuela era como un pequeño zoológico.
Cuando tenía doce años y yo
estaba en casa de mi abuela, una señora vino a visitarla. Llevaba una cara
angustiada. Abuela la hizo pasar al cuarto donde daba consultas. Al rato me
llamó y me dijo: –Traeme del cuarto de
los montes: semillas de aguacate, orégano, clavo y verbena- . Como yo iba a la
escuela podía leer los nombres de las yerbas en los cartoncitos, y se las
llevé.
La abuela dejó a la señora acostada en un
catre que tenía en el cuarto de consultas y se fue a la cocina. En una olla
coció aquellas plantas y semillas. Cuando el cocimiento se enfrió, abuela lo
vertió en un huacal grande de morro y se lo llevó a la señora para que se lo
tomara. La señora hizo un puchero cuando lo probó, pero continuó tomándoselo
hasta terminarlo. Yo las veía desde fuera del cuarto. La señora se acostó. Al
poco tiempo se sentó y cruzaba sus brazos sobre el vientre. La abuela le pasaba
un paño húmedo sobre la cara. Más tarde, la mujer dio un grito y de entre sus
piernas salió un líquido oscuro y algo como gelatina. La abuela lo limpió con
periódicos y me llamó para que le llevara
el trapeador. Al anochecer la mujer salió de la casa, pero su cara ya no era de
angustia, sino de tranquilidad. Yo de metiche me acerqué a la Abuela y le
pregunté -¿Qué tenía la señora?-
-Un problema- me contestó.
–Ah- dije.
– Si, algo que no debía de
nacer- dijo casi en un susurro.
Me quedé callada, un poco
confundida. Entonces comprendí el significado de lo que decía mi abuela con sus
cervezas adentro: -“Hay gente mala que no lo quiere a uno en este pueblo”- . Y
seguí sin entender por qué a mi abuela, que era linda, alegre y bondadosa con
la gente, podía no quererla alguien.
Silvia
Ethel Matus. Poeta, feminista y socióloga
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